Anoto que llueve.
Lluvia copiosa. Y copiona de otra lluvia.
Pero la lluvia es uno. ¿Qué no lo es?
En el vidrio empañado del colectivo hay gotitas que se aferran con
fuerza. Son gotas colgadas de un pasamanos invisible. Viajan por
fuera. Algunas parecen tomadas de la mano. Viajan sin pagar boleto.
A través del vidrio, por entre las gotas viajeras, veo avanzar hacia
mí los árboles de Juan L. Ortiz.
Mientras despeina suave, un poema de Fernández Retamar:
“... mientras despeina suave las cabezas de los hijos que tuvo
con el otro.”
¿Qué hacemos con todo lo amado? ¿Túnel entre escombros, abismo
que se agita, lo amado?
Todo lo que no es amor es pérdida de tiempo.
Pozo que no das agua: ¿desde dónde vienen estas olas que oigo
martillar las horas?
Hay un hueco en las horas. En él parece estar todo lo que fui.
Y lo que no pude ser.
El amor es un cíclope montado en un “Rocinante”.
También es memoria la lluvia.
¿Y esa sed melancólica de no querer perderse ni una gota?
Y los limpiaparabrisas diciendo que no.
Los semáforos derramados, doblados sobre la calle mojada.
Doblados como en un cuadro de Dalí.
A veces uno aborrece la lluvia. Pero la lluvia es uno. Entonces
hay veces en que uno se aborrece.
Anoto que bajo la lluvia uno puede llorar sin que se note.
La lluvia de Tuñón llueve como pocas.
En el aire se oyen voces. Es normal que alguien de pronto
diga:
-¿Qué?
Tu voz tiene pañuelitos. Y ese polvillo de colores que suelen dejar
en las manos las mariposas al tocarlas.